Filosofía cristiana
San Agustín fue el primero, al parecer, en emplear la expresión filosofía cristiana para designar la enseñanza propuesta a los hombres por la Iglesia y para distinguirla de las diferentes sabidurías enseñadas por los filósofos de la antigüedad. Sin embargo, antes de él, el término filosofía había sido utilizado por varios escritores cristianos, desde Tatiano, como medio de establecer contacto con el pensamiento especulativo y práctico que estaba extendido en el mundo culto en el que se desarrolló el recién nacido cristianismo. Durante la Edad Media, la relación entre la fe y la razón se hizo más precisa, hasta el punto de que la inteligencia natural empezó a ser considerada por los teólogos como autónoma en el ámbito que le había asignado Dios. En la época moderna, la filosofía reivindicó una independencia cada vez mayor, pretendiendo formar un cuerpo doctrinal lo más libre posible de influencias no racionales y oponiéndose así, de hecho, a la enseñanza de la revelación. Las relaciones entre la filosofía y el cristianismo han sufrido, pues, cambios en el transcurso del tiempo. Sin embargo, sólo a mediados del siglo XX la noción de filosofía cristiana se convirtió en objeto de debate explícito. La exposición que sigue reconsidera las definiciones esenciales que explican a priori las dificultades contenidas en la idea de una filosofía cristiana y precisa lo más posible el sentido del debate; luego propone una aclaración, en breve resumen, del sentido de la historia de la filosofía que está presente dentro de la revelación cristiana y una síntesis conclusiva del significado de la filosofía cristiana en el pensamiento presente y futuro.
Dificultades de la noción. Un concepto complejo expresado por la unión de un sustantivo y un adjetivo sólo es definible si ambos términos tienen una significación precisa y relativamente fija. Si, por el contrario, uno u otro de los términos transmite significados diferentes (y no claros), se plantean necesariamente ciertos problemas a causa de las relaciones variables que se producen entre los dos términos y que afectan, por tanto, al objeto de la expresión tomada en su conjunto. Así pues, es provechoso examinar aquí cada uno de los términos que componen la expresión filosofía cristiana y los problemas que se plantean a priori con respecto a su objeto.
Filosofía. Por esta palabra se puede entender (1) toda doctrina que propone una sabiduría destinada a conducir a los hombres hacia su fin dando a conocer el origen y el destino de todas las cosas, ya sea que esa sabiduría sea adquirida naturalmente o revelada por Dios. También puede significar, con mayor precisión, (2) un conjunto de verdades descubribles por la mente humana dejada a su aire, sin excluir, sin embargo, la influencia de datos no racionales. Se admite generalmente que la filosofía griega, incluso cuando terminó en un encuentro con el cristianismo -al que, en las personas de sus últimos representantes, se opuso- tenía esta concepción de la sabiduría filosófica. Por último, se puede entender, en un sentido aún más estricto, (3) un cuerpo de doctrina que posee la coherencia y la certeza propias de las ciencias, tal como éstas se entienden en el sentido moderno. La filosofía, en tal sentido, procedería a partir de un punto de partida simple y absolutamente cierto para trazar toda la secuencia de sus proposiciones en un orden necesario. Esta concepción ha reinado desde René descartes bajo las diversas formas de racionalismo y positivismo. El ideal de la filosofía como ciencia rigurosa define adecuadamente esta concepción del conocimiento filosófico.
El adjetivo cristiano. Hay que señalar también una diversidad de significados respecto al adjetivo cristiano. Esto resulta de la manera en que la Iglesia católica, por una parte, y los discípulos de Martín lutero, por otra, conciben la relación entre la naturaleza y la gracia, concediendo la realidad del pecado y de sus efectos corruptores. Por un lado están los esfuerzos de síntesis que el catolicismo promueve continuamente en virtud de su enseñanza sobre la inteligencia del hombre, una inteligencia que, según sostiene, el pecado original no pudo alterar sustancialmente y que la gracia sostiene y restaura según la necesidad. Por otra parte, hay una tendencia en el pensamiento luterano a divorciar la razón de la gracia, que es hostil a todo lo que pueda parecerse, próxima o remotamente, a una intrusión de la naturaleza en el orden de la salvación por la fe.
El problema. Estas reflexiones, por muy sumarias que sean, permiten eliminar de entrada dos posiciones extremas, ambas negativas, sobre la noción de filosofía cristiana. La primera, fundada en la noción de filosofía en el sentido (3), rechaza a priori -como contradictoria con la verdadera noción de filosofía- cualquier influencia que pueda considerarse propiamente cristiana. La segunda, fundada en la noción de cristiano que implica una corrupción radical de la naturaleza humana por el pecado, rechaza toda pretensión de la inteligencia natural, abandonada a sí misma, de colaborar útilmente en el descubrimiento de la verdad sobre Dios y la relación del hombre con Dios. Sólo la Palabra de Dios, recibida en su pureza y desnudez, es fuente de verdad y de salvación.
Se puede pasar rápidamente por encima de la noción de filosofía cristiana fundada en el concepto de filosofía en sentido (1). Esto no ofrece ninguna dificultad, pues significa simplemente que el evangelio, que contiene la vida y la enseñanza de Jesucristo, aporta al hombre la única doctrina verdadera de salvación y, por tanto, la única sabiduría verdadera, la única filosofía verdadera, entendida en un sentido muy amplio.
Queda, pues, la filosofía en el sentido (2) y el concepto de una relación entre el orden de la naturaleza y la gracia que en modo alguno rechaza a priori -como amenaza a la pureza del mensaje evangélico- la noción de que por su inteligencia natural el hombre puede descubrir verdades útiles relativas tanto a Dios, como Creador y Fin del universo, como a los fundamentos naturales de la vida humana, individual y colectiva, que la gracia eleva pero no destruye. Aquí el problema de la filosofía cristiana se plantea teóricamente de la siguiente manera. Si se admite que puede existir una relación entre la filosofía, como obra de la inteligencia humana, y la revelación sobrenatural, ¿cómo concebir cualquier influencia de la revelación en la filosofía sin que la filosofía misma se transforme o bien (a) en una teología en el sentido clásico de la palabra, o (b) en una disciplina híbrida compuesta por filosofía y datos tomados de la fe (y tácitamente garantizados por ella), o (c) en una secularización parcial o total, mediante la transposición a términos abstractos o científicos, del relato concreto e histórico de la obra de salvación realizada por y en Jesucristo? ¿Existe siquiera una elección entre estas tres posibilidades? ¿No es necesario excluir a priori cualquier intermediario entre la teología propiamente dicha y las especulaciones que se limitan a subsumir, de otro modo, los datos cristianos en su totalidad, como hizo G.W. F. hegel, o en sus partes, como se acusa al existencialismo y al personalismo? ¿Es una influencia positiva de la revelación, la fe aparte, una influencia cristiana? Si la respuesta es negativa, ¿se puede hablar de «influencia cristiana» como algo más que el clima general de la civilización occidental? Si la respuesta es afirmativa, ¿qué tipo de simbiosis puede establecerse entre dos modos de conocimiento y de relación con Dios que difieren tanto como la fe en la palabra revelada y la búsqueda de la verdad simplemente en función de la evidencia y la certeza naturales? El asentimiento de la fe sobrenatural y el asentimiento natural pueden sin duda coexistir en una misma mente, pero uno puede identificarlos formalmente sólo admitiendo una contradicción. Si, por tanto, se califica una filosofía como «cristiana», incluso entendida en el sentido (2), hay que mostrar que el epíteto califica efectivamente lo sustantivo sin corromper su esencia.
Perspectivas históricas. Desde sus comienzos, la Iglesia se ha esforzado por presentar a los hombres de distintas épocas, de distintos niveles y tipos de cultura, el mensaje dirigido a la humanidad por Dios en Jesucristo. Este esfuerzo debe continuar hasta el final de los tiempos. Siendo este mensaje la Palabra de Dios reveladora de misterios sobrenaturales, es imposible que no ejerza una influencia positiva de transformación y elevación, tanto directamente, en las concepciones e incluso en los lenguajes que se utilizan para expresarlo de modo propio de cada cultura y época, como indirectamente, en todo lo que dentro de una determinada mentalidad, individual o colectiva, gravita en torno a los datos revelados como centro. Hay, pues, lugar para la teología, en el sentido preciso y clásico de la palabra, que es el trabajo realizado a lo largo de los siglos para expresar cada vez con más precisión (contra las herejías o las posibles falsas interpretaciones) y sistemáticamente (es decir, organizados a la luz de la sabiduría) los misterios de la salvación; y, aparte de esto, para otros efectos del esfuerzo de la Iglesia, que se manifiestan en la transformación y el progreso alcanzados en la solución de los grandes problemas filosóficos que la humanidad se planteaba independientemente del cristianismo. Son estos últimos efectos los que se discuten principalmente en el debate sobre la filosofía cristiana.
Dejando a un lado, aunque sean importantes, los problemas que se han planteado sobre el paso del mensaje revelado de la lengua y la mentalidad hebreas a las culturas griega y latina, el siguiente recorrido histórico trata de la relación de ese mensaje con la filosofía.
Actitud de fe. La primera actitud que hay que señalar -después de un primer período de reserva, si no de hostilidad, cuyo eco se encuentra periódicamente a lo largo de los siglos- es la que utiliza la filosofía como disciplina interior a la fe con la intención de comprender, definir o defender el contenido de la fe. La primera filosofía así utilizada fue el platonismo o, más exactamente, el neoplatonismo en sus diversas formas. Al reducir todas las cosas a un principio trascendente y a un universo de Formas inteligibles, el platonismo parecía prestarse con la mayor naturalidad al servicio que se esperaba de él, aunque no sin hacer correr a la fe graves peligros o sin sufrir, por su parte, profundas transformaciones. La filosofía interior a la fe, durante los diez primeros siglos, puede caracterizarse por su intención pastoral y monástica, es decir, básicamente religiosa. Permaneció interior a un movimiento que parte de la revelación inicial de Dios a los hombres hacia Dios, al que el espíritu del hombre retorna guiado por la Palabra misma, pero asimilado y, por así decirlo, aclimatado a la época y a los individuos de los distintos niveles de cultura dentro de ella.
Actitud escolástica. A pesar de las profundas diferencias que separan a los apologistas, a los Padres griegos y latinos, a San Agustín y a San Anselmo, el conjunto constituye un período que se distingue claramente de la escolástica, aunque no por la actitud central, que siguió volcada hacia la comprensión y asimilación de la doctrina cristiana. En el período anterior, esta asimilación se efectuaba en un nuevo estilo que ya no era inmediatamente pastoral y contemplativo, sino erudito y científico, bajo la forma de una disputa con un interlocutor, real o supuesto, que se consideraba que defendía una tesis contraria. En la alta escolástica, sobre todo por la influencia de Alberto Magno y de Tomás de Aquino, la filosofía de Aristóteles llegó a sustituir a la de Platón en la enseñanza teológica y a ocupar esta posición durante mucho tiempo. Ciertamente, a partir del siglo XIII comienza a surgir, sobre todo con los maestros de las facultades de artes, un pensamiento puramente filosófico, del que el averroísmo latino es el representante más conocido, aunque ha sido necesario revalorizar este movimiento a la luz de los estudios recientes. Además, los propios teólogos contribuyeron tanto (o más) que los miembros de las facultades de artes a transformar y hacer avanzar los grandes temas de la filosofía, en particular la metafísica del ser, la teología natural, la psicología y la ciencia moral.
Actitud racionalista. No obstante, es a partir de Descartes cuando aparece una concepción de la filosofía que se ve a sí misma como construida sobre sus propios fundamentos, como puramente racional, y como procediendo a lo largo de líneas similares a las seguidas por las matemáticas. Esto lo intenta mediante la construcción de un sistema que se apoya en una certeza natural tan sólida como el Cogito, un sistema del que el filósofo es el arquitecto sin estar personalmente implicado en él. Es fácil demostrar que tal empresa, llevada a cabo por diferentes medios, no fue capaz de romper los lazos que la unían a la estructura general de la cultura formada por el cristianismo. Fue, sin embargo, un esfuerzo por formar un pensamiento filosófico desligado de toda influencia no racional.
Cambio de actitud. La concepción racionalista, popularizada por C. wolff en los círculos universitarios, llegó a ser adoptada por una serie de escolásticos a partir del siglo XIX. En contra de esta concepción se alzaron filósofos que señalaron de manera diversa y algo opuesta el carácter ficticio de un filósofo que es a la vez constructor y espectador. Tales pensadores fueron llevados a poner en evidencia la verdadera condición de la confrontación del hombre con la verdad filosófica y a hacer que la filosofía retomara el camino hacia un fin último que siguió, al menos desde Platón, hasta los albores de la época moderna. La relación de tales filósofos con el cristianismo se ha mostrado marcadamente diferente, es decir, más positiva o más brutalmente negativa, que la del racionalismo y sus diversos desarrollos.
Orígenes del debate actual. A principios del siglo XX, muchos filósofos católicos sostenían que la revelación ejerce un control sobre la filosofía que es negativo y extrínseco, a saber, notificando su error a una filosofía que puede haber llegado a una conclusión manifiestamente contraria a la fe. A la filosofía le queda entonces la tarea de rehacer sus demostraciones y descubrir el error. Esta solución presupone implícitamente la completa autonomía del orden de la investigación filosófica y su regulación extrínseca por la fe.
Gilson. Esta solución fue cuestionada, indirectamente, por los estudios históricos de É. gilson relativos a la filosofía cristiana. Comenzando por el examen del pensamiento cartesiano, Gilson pronto percibió que Descartes, lejos de constituir un punto de partida absoluto, sólo podía ser comprendido en continuidad con el pensamiento medieval; pues de éste había heredado su vocabulario y un gran número de sus nociones esenciales y de sus principales tesis, especialmente en teología natural. El estudio de Gilson sobre el pensamiento medieval demostró, además, que éste no era una simple repetición del pensamiento griego, en particular de Aristóteles, sino que ofrecía un tratamiento original de la mayoría de las tesis principales de la metafísica, la teología natural y la psicología. Estas novedades sólo podrían entenderse en función de la indudable influencia que la revelación ejerció sobre la obra de grandes teólogos como San Buenaventura y Santo Tomás de Aquino. Una regulación puramente extrínseca no bastaría para explicar los hechos tal como se presentan al historiador del pensamiento cristiano.
Lo que Gilson quería llamar la atención de los historiadores era la necesidad de revisar sus conceptos relativos a los grandes períodos de la historia de la filosofía occidental. En lugar de lagunas entre la Antigüedad, la Edad Media, el Renacimiento y los tiempos modernos, defendía una continuidad real que quedaba disimulada por clasificaciones arbitrarias y falsas. Al mismo tiempo, se encontró con que ponía en evidencia la influencia positiva e intrínseca de la revelación cristiana, y esto no sólo en los teólogos de la Edad Media sino, a través de ellos, en toda la tradición filosófica occidental. Esta última se diferenciaba profundamente del pensamiento griego, argumentaba, sólo por las transformaciones de los grandes temas de la filosofía atribuibles a las influencias cristianas durante los siglos de la especulación medieval.
Esta posición no podía sino provocar una discusión teórica en torno a la noción de filosofía cristiana, su posibilidad a priori, y si implicaba o no algún tipo de contradicción. Los partidarios de la tradición escolástica, y en particular los que defendían la doctrina del Aquinate, no veían posible ningún intermediario entre una filosofía pura y la teología. Concebían la filosofía como concerniente a un orden completamente independiente -como había sido postulado por Descartes y los que le siguieron- con un punto de partida propio que permitiera la construcción de un sistema coherente, libre tanto de dudas como de inspiraciones no racionales o religiosas.
Maritain. J. maritain, aun manteniendo la posibilidad esencial de una filosofía pura, propuso primero distinguir ésta de los estados históricos de la filosofía. Más tarde llegó a formular su tesis de una filosofía moral adecuadamente entendida, que consideraba que sólo podía ser cristiana, ya que debía basarse en el conocimiento del fin último del hombre, fin que concretamente es sobrenatural.
Blondel. El debate sobre la filosofía cristiana no podía dejar de recordar también las apasionadas polémicas que suscitaron después de 1893 las tesis de M. blondel sobre la acción y sobre la relación de la filosofía con la revelación. Además, Blondel intervino en el debate para reprochar a Gilson que perpetuara el equívoco contra el que Blondel había luchado enérgicamente en todas sus obras. Blondel se había preocupado por la imposibilidad de que la filosofía se entendiera a sí misma sin descubrir en su seno, en su propia insuficiencia, una apelación a un soporte sobrenatural. Para él, la filosofía no está simplemente controlada desde el exterior por la revelación, ni debe ser simplemente utilizada en ocasiones por el teólogo como instrumento. Debe buscar vigorosamente, en su propio terreno, hacer lo que pueda por la humanidad, reconociendo al mismo tiempo que, en última instancia, debe pedir ayuda a otro orden cuya necesidad señala admitiendo su carácter gratuito. Dejar creer que la filosofía puede bastarse a sí misma es sostener que el orden de la gracia no tiene ningún punto de enganche en el espíritu humano, que nada lo llama ni lo prepara, que lo sobrenatural se introduce en la naturaleza como un cuerpo extraño en un organismo vivo.
En vísperas de la Segunda Guerra Mundial la situación era, pues, la siguiente: primero estaban la mayoría de los teólogos escolásticos, que defendían una separación radical de la filosofía y la revelación y una concepción de la filosofía algo similar, si no idéntica, a la del racionalismo actual; luego estaba Gilson, que ya no se limitaba al papel de historiador; y finalmente estaban Blondel y sus simpatizantes, para quienes la filosofía erraba totalmente respecto a su verdadera naturaleza cuando se creía capaz de encerrarse en sí misma y de dar sentido a la vida humana sin referencia al orden sobrenatural.
Después de la Segunda Guerra Mundial las posiciones fueron profundamente modificadas por los desarrollos tanto de la filosofía como de la teología.
Filosofía contemporánea. Bajo diversas influencias, un buen número de filósofos ha llegado a creer que el punto de partida propuesto por Descartes para la filosofía, que ha sido retomado una y otra vez por los «constructores de sistemas», es demasiado utópico. Cuando los filósofos reflexionan suficientemente sobre las condiciones reales de la filosofía, comprueban que ésta no puede partir de un sujeto puro (por ejemplo, el Cogito, o un sujeto trascendental, sea cual sea su naturaleza) ni de un dado puro, como las matemáticas. El pensamiento del hombre comienza, y sólo puede comenzar, con una situación inicial que implica la presencia y la apertura de su ser, en todos sus niveles, a un mundo que tiene sentido desde el principio, un sentido que no deja de interrogar para descubrir su sentido más profundo. Llega a ser realmente imposible disociar este dato inicial (y último) de la condición humana.
Los filósofos se vuelcan cada vez más hacia la elucidación de la condición real de la empresa filosófica posible para el hombre, tal como se ve que es cuando se disipan las ilusiones y espejismos con que la imaginación y el lenguaje la cubren continuamente. Esta obra es una búsqueda de la verdad en la que el filósofo es llevado a reflexionar de nuevo, sobre sus propios fundamentos, sobre un gran número de problemas metafísicos y antropológicos a los que la revelación ha dado también respuestas que han transformado las perspectivas de la filosofía occidental.
Teología contemporánea. El pensamiento cristiano, por su parte, ha experimentado una profunda renovación a través del retorno a sus fuentes: La Escritura, la tradición (contemplada en toda su amplitud y riqueza) y la liturgia; y el desarrollo del pensamiento patrístico latino, griego y oriental, a través de la Edad Media, hasta los tiempos modernos. Así pues, ya no es posible oponer al pensamiento de Gilson o de Blondel la concepción simple que aparecía en los años treinta como la única visión posible de la filosofía y de su papel en el inmenso esfuerzo realizado a lo largo de casi dos milenios por los cristianos preocupados por enunciar o defender el contenido de la fe.
La renovación de los estudios patrísticos a mediados del siglo XX, llevada a cabo por Henri de lubac, Jean danielou y otros teólogos asociados a «la nouvelle théologie», contribuyó en gran medida a esta apreciación de las variedades del pensamiento filosófico cristiano. Desde un punto de vista especulativo, la contribución más importante de de Lubac y otros tuvo que ver con el debate sobre la naturaleza y la gracia (véase naturaleza pura, estado de). Su objeción a la hipótesis escolástica común de que una criatura espiritual podría, en tanto que creada, tener un fin distinto de la visión de Dios implicaba una queja más general de que la teología escolástica, tal como se desarrolló después de Aquino, tenía una noción impropia de la autonomía del orden natural. En su opinión, el racionalismo filosófico era un resultado natural de este desarrollo. Sin negar que la filosofía tiene sus propios métodos que son distintos de los de la teología, algunos de estos teólogos sostenían que los objetos formales de la filosofía y la teología no son tan distintos. Los estudios sobre el pensamiento de teólogos como Agustín y Buenaventura parecían respaldar esta línea de pensamiento.
Docencia papal. pius xii, en su encíclica humani generis (1950), habló de la filosofía que alcanza la verdad inmutable y metafísica como una filosofía «reconocida y aceptada por la Iglesia» (HG 29). Contrastó esta actitud de la Iglesia con dos errores modernos relacionados: un pluralismo filosófico convertido en relativismo filosófico, y un agnosticismo sobre la capacidad de la mente humana para conocer la verdad metafísica. Esta filosofía se califica de «cristiana» simplemente en el sentido de que alcanza la verdad metafísica y, por tanto, es una herramienta sólida para que el cristiano la utilice en la comprensión de la fe.
El tema de la filosofía cristiana fue retomado por Juan Pablo ii en su encíclica fides et ratio (1998). Juan Pablo afirmó que «la Iglesia no tiene una filosofía propia ni canoniza una filosofía particular con preferencia a otras» (FR 49). La filosofía tiene sus propios principios y métodos, y no sería propio de la fe dictar a la filosofía en esos puntos. Sin embargo, dado que la verdad que proviene de la revelación y la verdad que reconoce la razón a su luz natural son armónicas, la Iglesia asume con razón el papel de «servidora de la verdad» señalando las partes de los diversos sistemas filosóficos que son incompatibles con la verdad conocida por la fe (FR 50).
El Papa Juan Pablo II reformuló el debate sobre la filosofía cristiana subrayando el fin propio de la filosofía: a saber, la comprensión de la verdad última y del sentido de la vida (FR 3). La filosofía tiene, por tanto, el mismo fin que la fe, aunque difiere en el método que utiliza para alcanzar ese fin. Respetando esta autonomía de la filosofía, la fe influye, sin embargo, en la filosofía de varias maneras. Purifica la razón, herida por el pecado y tentada por la presunción. Asegura a la filosofía que su fin puede ser conocido. Lo más importante es que «la revelación propone claramente ciertas verdades que la razón nunca habría podido descubrir sin ayuda, aunque no son de por sí inaccesibles a la razón» (FR 76). La filosofía no se convierte así en teología: las cosas reveladas son objetos propiamente filosóficos. Pero la revelación de estas verdades orienta la investigación filosófica, sobre todo porque las muestra como pertenecientes al fin del hombre, que es el objetivo de la filosofía. Así, por ejemplo, la revelación de Dios como Creador libre y personal guía la filosofía del ser; la revelación de la realidad del pecado guía la reflexión filosófica sobre el mal; y la revelación de la dignidad de la persona guía la antropología filosófica.
Resumen final. La expresión filosofía cristiana se aplica, pues, en diferentes contextos. En primer lugar, está el hecho de la influencia de la revelación en la filosofía, una influencia innegable, pero que se interpreta de diversas maneras. En cualquier caso, es necesario distinguir claramente la empresa propiamente teológica de que la fe se sirva de la filosofía para expresarse mejor y la influencia que la fe ejerce de este modo sobre la filosofía y que va más allá de ser una mera norma negativa. En segundo lugar, están los esfuerzos por formar de nuevo, dentro de una civilización caracterizada como cristiana, un orden filosófico independiente de la influencia cristiana. Éste se constituiría teóricamente como si el cristianismo, de hecho, no existiera: o bien fingiendo ignorarlo, o bien tratando de hacerlo inútil, o finalmente, relegándolo a otro nivel de la vida intelectual (con la secreta intención, sin embargo, de volver a encontrarlo o de dejarse regular negativamente por él). Existe, en tercer y último lugar, el esfuerzo por formar filosofías que, desde el principio, tengan en cuenta el hecho del cristianismo no menos que la existencia de las estrellas y los planetas. Esto formaría un sistema en el que el cristianismo se reduce al objeto de una dialéctica abstracta, o, alternativamente, conduciría su indagación de una manera que, sin alterar su carácter natural, abre la filosofía a esperar, o incluso a apelar, al orden de la gracia.
Concedida una distinción formal entre los dos órdenes de conocimiento, el natural y el sobrenatural, que ningún filósofo católico pondría en duda, quedan diferentes maneras de concebir la noción de filosofía cristiana, una diversidad que (al menos para los filósofos católicos) depende en parte de las visiones opuestas de los filósofos sobre la naturaleza de la filosofía, pero también de visiones que se complementan mutuamente, en lugar de excluirse por completo.
Véase también: metafísica existencial; teología, natural; dios.
Bibliografía: Para un estudio completo de la bibliografía, véanse las Crónicas del Bulletin Thomiste 4 (1934-36) hasta el presente. Christian Philosophy and the Social Sciences (American Catholic Philosophical Association. Proceedings of the Annual Meeting 12; Baltimore 1936). The Role of the Christian Philosopher (ibíd., 32;1958). m. nÉdoncelle, Is there a Christian Philosophy?, tr. i. trethowan (Nueva York 1960). c. tresmontant, The Origins of Christian Philosophy, tr. m. pontifex (Nueva York 1963). p. delhaye, Medieval Christian Philosophy, tr. s. j. tester (Nueva York 1960). r. vancourt, Pensée moderne et philosophie chrétienne (París 1957), Eng. in prep. É. h. gilson, The Christian Philosophy of St. Thomas Aquinas, tr. l. k. shook (Nueva York 1956). j. maritain, An Essay on Christian Philosophy, tr. e. flannery (Nueva York 1955). a. c. pegis, Christian Philosophy and Intellectual Freedom (Milwaukee 1960). j. f. quinn, The Historical Constitution of St. Bonaventure’s Philosophy (Toronto 1973).
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